top of page
  • Foto del escritorMarcia Soto

Un golpe y a seguir viajando

26 de junio de 2017, Borroloola.


Esa mañana, nos levantamos temprano muy entusiasmados por emprender viaje. Ya estábamos acercándonos a Darwin. El plan era pasar el día en unas aguas termales y llegar con días de sobra a destino.


Omer manejaba. Se estaba acostumbrando a manejar del lado derecho y sobretodo en un camino de ripio, irregular e interrumpido por ríos. Iba demasiado rápido, a unos 120 km por hora. Tuve la sensación de que no era seguro. En un primer momento, dimos un salto que hizo que me diera la cabeza contra el techo. Fue por eso que, aunque iba en los asientos de atrás, me puse el cinturón.


Unos minutos más tardes, el auto empezó a zigzaguear sin parar hasta que rodó una o dos veces sobre sí mismo. Salí del auto volcado por una de las ventanas con ayuda de los chicos. Al salir, Omer se dio cuenta que me sangraba la cabeza. No me importó y busqué mi celular para hacer alguna llamada. No tenía conexión. Entonces me paré en el medio del camino e hice señas a un auto que de casualidad pasaba en esa ruta intransitada. Las personas que pararon se fijaron que la herida no fuese de gravedad y corroboraron que en ningún momento haya perdido la conciencia.


Como yo era la única herida, otra familia me llevó al hospital mientras mis compañeros esperaban a la policía. En cuanto me subí al auto no pude dejar de llorar. Me dolía el cuerpo, sangraba, el auto estaba destrozado y todas nuestras cosas estaban desparramadas por el piso. Todo lo que habíamos planeado para los próximos días se había desvanecido. No nos habíamos matado con mucha suerte.


En el hospital me atendieron muy bien. Me tuvieron varias horas en observación por el golpe en la cabeza. Solo necesité que me pegaran la herida. Para el mediodía ya estaba afuera.


27 de junio de 2017, Daly Waters


Me comía la ansiedad. Mi vuelo a Tailandia partía en dos días desde Darwin y yo todavía estaba varada quién sabe dónde. Habíamos acordado que nos ibamos a dedo porque había pocos micros y caros. Esa mañana me levanté temprano y preparé mis cosas. Pero no fue hasta más tarde que salimos porque Mayo no paraba de hace llamadas. Quería irme ya. Esperar me parecía una tortura.


Fuimos caminando un par de kilómetros hasta una estación de servicio y ahí empezamos a preguntar a todos si podían llevarnos. Pasó como una hora y seguíamos sin conseguir a algún alma caritativa que nos levantara de la ruta. Empecé a ponerme nerviosa. Hacer dedo en esa zona era más difícil de lo que pensaba. Borroloola es un pueblo aborigen por lo cual no había turistas sino locales. Los aborígenes en Australia son muy mal vistos. De hecho, me habían recomendado no hablar con ellos porque tienen fama de alcohólicos e inadaptados. Incluso yo misma había visto aborígenes gritándose entre ellos o tomando.


Finalmente, Mayo consiguió que una pareja nos llevara. Para mí no era conveniente porque el destino final era Sydney pero sí lo era para Mayo y Omer que no necesitaban ir a Darwin. Así que me sumé sólo unos kilómetros.


Me separé de mis compañeros en el medio de la nada. Sólo había una estación de servicio, un camping y un restaurante chico. Me sentía profundamente triste, asustada y sola. No sabía cómo se suponía que iba a hacer novecientos kilómetros hasta Darwin en una ruta desierta. Tampoco tenía a quién contarle mi problema. Si escribía a mi familia en Argentina, lo más probable era que se asustaran. Aparte, no había mucho que pudieran hacer a la distancia. Me quedé como una hora dando vueltas a punto de llorar. Hablé con unas pocas personas para ver si iban en mi dirección pero no tuve suerte. Alguno que otro se sorprendió de que hubiera una chica sola varada en el medio de la nada.


Sentada al costado del camino vi que paró un camión. Bajó un chico que a la distancia parecía simpático. Cuando me pasó por al lado lo saludé y unos minutos más tarde, cuando lo volví a ver, le pregunté para dónde iba. No iba a Darwin pero sí a Daly Waters, un pueblo que me acercaba un par de kilómetros a mi destino. Le pregunté si lo podía acompañar y para mi fortuna, dijo que sí. Me subí al camión casi trepando de lo alto que era. Viajamos un par de horas charlando y escuchando música. El caminero tenía nada más que veinticinco años y era muy gracioso. Incluso me ofreció llevarme a Alice spring, que es otra atracción australiana, pero no estaba en mi camino así que tuve que rechazar su oferta.


Llegamos a Daly Waters alrededor de las cinco de la tarde. El lugar no me convencía. Era sólo una intersección de rutas y un camping y un restaurante otra vez. Pregunté por micros a Darwin y salía todavía más caro que antes, aunque estuviera más cerca.


Me paré en la ruta dubitativa. No podía decir si quedarme hasta el día siguiente y tomar el micro o seguir haciendo dedo. La suerte decidió por mí. Una casa rodante paró sin que yo hiciera seña alguna. Se trataba de un señor brasilero que me contó que iba hasta el centro del pueblo a acampar y que al día siguiente seguía por la misma ruta. Me subí. Manejó unos minutos y llegamos a un centro diminuto pero repleto de gente. Había un pub antiguo donde tocaban música country.


Fuimos a comer al pub que estaba lleno de viejos (sin ofender). Me senté en una mesa donde había un grupo de jóvenes charlando. Empezamos a hablar y les conté mi historia incluyendo que necesitaba llegar a Darwin. Otra vez, con la suerte en mis manos, uno de ellos iba a Darwin al día siguiente.


Timon y yo viajamos de las siete de la mañana a la una de la tarde juntos. Fue increíblemente amable. Su historia me pareció fascinante. Era un alemán criado en África. Ahora vivía con su esposa e hijos en Australia. Le agradecí muchísimo que hubiese compartido su auto, su tiempo y sus increíbles anécdotas conmigo. El en cambio me agradeció mi compañía.


No podría explicar el alivio y alegría que sentí cuando llegué a Darwin dos días antes de mi vuelo. Había logrado salir del medio de la nada y llegar a destino sin problemas. Y sólo usando un instrumento: la palabra.

bottom of page