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  • Foto del escritorMarcia Soto

Me perdí en el viaje

25 de abril de 2017, Queenstown.


Con el paso de los días, empecé a sentir que necesitaba espacio. Una tarde decidí seguir viaje por mi lado. Se lo transmití a Frank pero insistió con que me quedara. Si bien inventé excusas, él entendió que quería estar sola. Me asombró lo atinado de su percepción. Frank, la mayor parte del tiempo, parecía un chico. Corría, cantaba y jugaba como tal. Pero esa vez dio en el clavo.


Queenstown, Nueva Zelanda.

Buscando algo de soledad, me fui a hacer trekking a una montaña conocida como Ben Lemond. El camino era cuesta arriba y atravesando un bosque. Sabía que iba a oscurecer pronto pero fui demasiado terca como para dejar la caminata para otro día.


A medida que me iba adentrando al bosque, empecé a sentirme libre otra vez. Iba a mi ritmo, paraba donde quería y no tenía que seguir a nadie. Uno pasa la vida obedeciendo órdenes. Primero de los padres, después de los maestros y más tarde de los jefes. Justamente de eso había querido apartarme. Pero viajando con Frank me había sentido algo sujeta de nuevo.


Después de una hora o más llegue a la cima. Ya eran las cinco y media de la tarde. Sabía que iba a oscurecer pronto pero me distraje mirando a mi alrededor. No había hecho semejante esfuerzo sólo para sacar una foto y volver. La altura me ofrecía una vista excelente de Queenstown, con sus montañas y sus lagos.


Muy a mi pesar emprendí la caminata de regreso. A minutos de la oscuridad completa, no podía encontrar el camino de vuelta. Caminaba en círculos y me sentía muy cansada por las subidas y bajadas. Grité pero nadie estaba ahí. Probablemente, todos fueron más inteligentes que yo y se fueron cuando todavía había luz solar.


Así fue que tuve que admitir que no iba a encontrar la solución por mí misma. Llamé a la policía. Explicarles dónde estaba no fue nada fácil. Primero, por el idioma. Segundo, porque no tenía ninguna referencia en el bosque. Lo único que pude mencionarles fue que había una pequeñísima cascada (cascada le queda grande, era apenas agua) y el nombre del camino gracias a un cartel que encontré deambulando.


Las siguientes horas esperé a la policía en la oscuridad. Tenía mucho frío. Me imaginaba pasando la noche congelada en el bosque. De repente, extrañé a Frank. Me escribió diciéndome que estaba preocupado por mí. Se llevó una ingrata sorpresa cuando le expliqué lo que pasaba.


Finalmente, la policía llegó. Tres mujeres muy simpáticas me indicaron el camino de vuelta. Fueron tan cariñosas conmigo que hasta festejaban que era la primera vez que rescataban a alguien. Me alentaron a seguir viajando pese al susto que me había pegado.


Después de hacerme unas preguntas de rigor, la policía me llevó al hostel. Frank me recibió con un abrazo. Días más tarde me enteré que él se encargó de contarle mi historia a todo el mundo. Yo hice lo mismo. No era para menos. Uno no se pierde en el bosque y es rescatado por la policía todos los días.


A la mañana siguiente, me despedí de Frank. Un turista chino que conocí en el hostel manejaba hasta Te Anau. Así que le pregunté si podía acompañarlo. Digo turista porque Li no era mochilero. Gran diferencia. Para empezar, viajaba con una valija llena de cosas. Mientras todos estábamos con ropa vieja y en zapatillas, el chino cuidaba frenéticamente de su imagen. No le interesaban los parques y montañas, muchos menos las actividades al aire libre. Es que sus zapatos y saco se ensuciarían al caminar. Su único objetivo era sacar fotos perfectas. De hecho, me tomó de modelo, cosa que detesté. Sobre todo porque me pedía que no sonriera. Estuve sólo dos días con él y en cuanto puede seguí viaje por mi cuenta.


Las fotos de Li en Te Anau



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