25 de abril de 2017, Queenstown.
Con el paso de los dÃas, empecé a sentir que necesitaba espacio. Una tarde decidà seguir viaje por mi lado. Se lo transmità a Frank pero insistió con que me quedara. Si bien inventé excusas, él entendió que querÃa estar sola. Me asombró lo atinado de su percepción. Frank, la mayor parte del tiempo, parecÃa un chico. CorrÃa, cantaba y jugaba como tal. Pero esa vez dio en el clavo.
Buscando algo de soledad, me fui a hacer trekking a una montaña conocida como Ben Lemond. El camino era cuesta arriba y atravesando un bosque. SabÃa que iba a oscurecer pronto pero fui demasiado terca como para dejar la caminata para otro dÃa.
A medida que me iba adentrando al bosque, empecé a sentirme libre otra vez. Iba a mi ritmo, paraba donde querÃa y no tenÃa que seguir a nadie. Uno pasa la vida obedeciendo órdenes. Primero de los padres, después de los maestros y más tarde de los jefes. Justamente de eso habÃa querido apartarme. Pero viajando con Frank me habÃa sentido algo sujeta de nuevo.
Después de una hora o más llegue a la cima. Ya eran las cinco y media de la tarde. SabÃa que iba a oscurecer pronto pero me distraje mirando a mi alrededor. No habÃa hecho semejante esfuerzo sólo para sacar una foto y volver. La altura me ofrecÃa una vista excelente de Queenstown, con sus montañas y sus lagos.
Muy a mi pesar emprendà la caminata de regreso. A minutos de la oscuridad completa, no podÃa encontrar el camino de vuelta. Caminaba en cÃrculos y me sentÃa muy cansada por las subidas y bajadas. Grité pero nadie estaba ahÃ. Probablemente, todos fueron más inteligentes que yo y se fueron cuando todavÃa habÃa luz solar.
Asà fue que tuve que admitir que no iba a encontrar la solución por mà misma. Llamé a la policÃa. Explicarles dónde estaba no fue nada fácil. Primero, por el idioma. Segundo, porque no tenÃa ninguna referencia en el bosque. Lo único que pude mencionarles fue que habÃa una pequeñÃsima cascada (cascada le queda grande, era apenas agua) y el nombre del camino gracias a un cartel que encontré deambulando.
Las siguientes horas esperé a la policÃa en la oscuridad. TenÃa mucho frÃo. Me imaginaba pasando la noche congelada en el bosque. De repente, extrañé a Frank. Me escribió diciéndome que estaba preocupado por mÃ. Se llevó una ingrata sorpresa cuando le expliqué lo que pasaba.
Finalmente, la policÃa llegó. Tres mujeres muy simpáticas me indicaron el camino de vuelta. Fueron tan cariñosas conmigo que hasta festejaban que era la primera vez que rescataban a alguien. Me alentaron a seguir viajando pese al susto que me habÃa pegado.
Después de hacerme unas preguntas de rigor, la policÃa me llevó al hostel. Frank me recibió con un abrazo. DÃas más tarde me enteré que él se encargó de contarle mi historia a todo el mundo. Yo hice lo mismo. No era para menos. Uno no se pierde en el bosque y es rescatado por la policÃa todos los dÃas.
A la mañana siguiente, me despedà de Frank. Un turista chino que conocà en el hostel manejaba hasta Te Anau. Asà que le pregunté si podÃa acompañarlo. Digo turista porque Li no era mochilero. Gran diferencia. Para empezar, viajaba con una valija llena de cosas. Mientras todos estábamos con ropa vieja y en zapatillas, el chino cuidaba frenéticamente de su imagen. No le interesaban los parques y montañas, muchos menos las actividades al aire libre. Es que sus zapatos y saco se ensuciarÃan al caminar. Su único objetivo era sacar fotos perfectas. De hecho, me tomó de modelo, cosa que detesté. Sobre todo porque me pedÃa que no sonriera. Estuve sólo dos dÃas con él y en cuanto puede seguà viaje por mi cuenta.
Las fotos de Li en Te Anau