7 de abril de 2017, Auckland.
Tres de la mañana. Aterricé en el paÃs que tantas veces habÃa soñado. Me esperaba en el aeropuerto un completo desconocido. Anselm, de unos treinta años, habÃa hablado conmigo online unas pocas veces. No sabÃa mucho de él y todavÃa no sé pero se habÃa comprometido a buscarme en el aeropuerto y darme lugar para dormir a pesar de la hora. Después de pasar por migraciones y conseguir un sello en mi pasaporte, lo vi. Creà que me iba a fallar hasta el último minuto. De hecho, lo primero que le dije es que supuse que no vendrÃa. Aprendà mi primera lección: confiar.
Todo lo que habÃa planeado por años ahora parecÃa sencillo. Las dudas sobre sà podrÃa entrar o no o si podrÃa comunicarme se disiparon. Pidiendo que me repita y hable despacio, pude charlar por horas con Anselm. Esa noche dormà en el sillón de su casa. Al dÃa siguiente, me llevó a recorrer la ciudad. Fue una tarde encantadora. Sin embargo, todo cambiarÃa horas después.
Ya instalada en un hostel, invité a Anselm a almorzar. No tuve respuesta hasta la noche cuando él me escribió un larguÃsimo mensaje explicándome que no tenÃa tiempo para mÃ. A partir de ahà me sentà sola y ese sentimiento se repetirÃa por dÃas.
Auckland es una ciudad enorme que me hizo acordar mucho a Buenos Aires. La gente, ocupada y apurada, tropezaba conmigo como si no me vieran. Me fui a la siguiente ciudad, Hamilton, que si bien no estaba tan poblada, carecÃa de gracia. ComÃa poco gracias a un mix entre lo desconocido y lo caro. Casi no hablaba, sacando casuales y cortas conversaciones en hostels. El clima era espantoso: frÃo, ventoso y lluvioso. ¿Dónde estaban las colinas, lagos y montañas que habÃa visto tantas veces en fotos? Ahà seguro que no. Decepcionante. Lo que estaba viviendo distaba mucho de lo que me habÃa imaginado.