top of page
  • Foto del escritorMarcia Soto

Usted está aquí

Actualizado: 6 nov 2018


7 de abril de 2017, Auckland.



Auckland, Nueva Zelanda.

Tres de la mañana. Aterricé en el país que tantas veces había soñado. Me esperaba en el aeropuerto un completo desconocido. Anselm, de unos treinta años, había hablado conmigo online unas pocas veces. No sabía mucho de él y todavía no sé pero se había comprometido a buscarme en el aeropuerto y darme lugar para dormir a pesar de la hora. Después de pasar por migraciones y conseguir un sello en mi pasaporte, lo vi. Creí que me iba a fallar hasta el último minuto. De hecho, lo primero que le dije es que supuse que no vendría. Aprendí mi primera lección: confiar.



A lo lejos, la famosa Skytower de Auckland.

Todo lo que había planeado por años ahora parecía sencillo. Las dudas sobre sí podría entrar o no o si podría comunicarme se disiparon. Pidiendo que me repita y hable despacio, pude charlar por horas con Anselm. Esa noche dormí en el sillón de su casa. Al día siguiente, me llevó a recorrer la ciudad. Fue una tarde encantadora. Sin embargo, todo cambiaría horas después.


Ya instalada en un hostel, invité a Anselm a almorzar. No tuve respuesta hasta la noche cuando él me escribió un larguísimo mensaje explicándome que no tenía tiempo para mí. A partir de ahí me sentí sola y ese sentimiento se repetiría por días.


Auckland es una ciudad enorme que me hizo acordar mucho a Buenos Aires. La gente, ocupada y apurada, tropezaba conmigo como si no me vieran. Me fui a la siguiente ciudad, Hamilton, que si bien no estaba tan poblada, carecía de gracia. Comía poco gracias a un mix entre lo desconocido y lo caro. Casi no hablaba, sacando casuales y cortas conversaciones en hostels. El clima era espantoso: frío, ventoso y lluvioso. ¿Dónde estaban las colinas, lagos y montañas que había visto tantas veces en fotos? Ahí seguro que no. Decepcionante. Lo que estaba viviendo distaba mucho de lo que me había imaginado.


Hamilton, Nueva Zelanda.

bottom of page