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  • Foto del escritorMarcia Soto

Despegando


Tenía una vida común como la de todo el mundo. Me levantaba temprano, tomaba rápido un café con leche y me iba al trabajo. Pasaba horas y horas en la oficina. A veces nueve horas, a veces diez, a veces más si era necesario. Cuando terminaba de trabajar, me subía a un colectivo cargado de gente como yo que quería volver a su casa. Gente cansada, malhumorada que pierde su brillo en la rutina. Eso era. Eso éramos. Llegaba a mi casa pisando las siete de la tarde, con suerte. Hacía las compras y me cocinaba. Después a dormir.


Repítase esta rutina por cinco días a la semana. Dos me quedaban libres pero estaba demasiado cansada. A veces, si me sentía con ánimo, salíamos con mi novio o amigos o visitaba a mi vieja en la provincia. Pero muchos otros fines de semana, solo quería estar sola en mi casa tirada en la cama.


Llegó un momento de mi vida que sentí que mi juventud, mi pasión, mis ganas de aprender se desvanecían entre cuatro paredes. Por momentos esa pulsión era desesperante, por otros, quedaba oculta en la autómata que me había convertido.


Pero una parte de mí no quería morir, entonces empezó a hacer planes. Hacía un esfuerzo para ahorrar todos los meses, leía sobre otros países, estudiaba inglés, vencía miedos y comentarios desalentadores. Está parte, de poquito, se hizo más y más grande y un día venció a la autómata, la que trabajaba para vivir y vivía para trabajar.


Fue así que, sin más, un día me encontré a mí misma en el otro lado del mundo y empecé un viaje de cinco meses por oceanía y el sudeste asiático.


Ho Chi Min city, Vietnam.

De repente, se despertó mi curiosidad nuevamente. Empecé a abrirme a las nuevas oportunidades. No hablo de nada extraordinario sino de pequeños cambios. Empecé a decir que sí cuando alguien me invitaba a almorzar o caminar y así escuché historias maravillosas al tiempo que compartía la mía. Me entusiasmaba mejorar mi inglés porque fue una herramienta para conectarme con los demás y moverme. Dejé de creer en la comida de los otros era un asco y comencé a comer en los mercados callejeros como cualquier local. Cuando fue necesario, me paré en la ruta e hice dedo. Así la bondad de la gente fue mi medio de transporte muchas veces. Me di cuenta que una cama es un privilegio y me divertí mucho durmiendo en carpa o en un colchón improvisado en un auto.  Aprendí a vivir con poca plata, a vestir más o menos la misma ropa todos los días, a no preocuparme demasiado por mi apariencia. Empecé a confiar, perdí el miedo, resolví todos los problemas que se me presentaron sin quebrar, amé, expresé lo que me sentía, reí, extrañé. No quise volver. Quise volver.


Nada va a ser lo mismo. Nunca. Jamás. A veces me desconozco. Y estoy contenta de que así sea.

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